Rolerosofía: Autoritarismo y juegos de rol

Situaciones desesperadas, ¿requieren medidas desesperadas?


Al espíritu de esa frase lo encontré en forma de aseveración hacia finales del 2015 en algunos grupos de redes sociales que frecuento. A menudo acompañadas de anécdotas con pésimos jugadores que hicieron pasar un mal rato al resto de la mesa, a lo que se proponía como solución la acción directa del director de juego como árbitro lúdico y social. No faltaban menciones a expulsiones, agravios personales, maltratos. A veces se llegaba a esos término con gran pesar del director de juego. A veces no. En la gran mayoría de los casos se contaba con la aprobación del resto de los jugadores.

Ante estos fenómenos se me formularon varias preguntas: ¿por qué suceden estas cosas? ¿por qué el director de juego es visto como el encargado de lidiar con esto? ¿cuál es la mejor forma de encarar el asunto? Pero en términos generales, lo que me llama poderosamente la atención es la automática atribución de una autoridad que viene del ámbito lúdico para resolver problemas del ámbito social. Y no solo eso: los términos en los que se proponen las soluciones. Medidas taxativas, por lo general poco dialogadas, unilaterales, y en mayor o menor medida violentas.

Así que al mencionar asignaciones de autoridad y también los usos cuestionables de la misma, un término se me impuso para reflexionar sobre el asunto: el autoritarismo.



¿Qué es el autoritarismo?


Sin necesidad de ser demasiado rigurosos con la definición de un término que de seguro debe dar lugar a mucho debate, vamos a intentar decir alguna generalidad al respecto, y también a tomar alguna herramienta teórica que podamos llevar luego al campo de los juegos de rol.

Siguiendo la definición que dicta Wikipedia podemos decir que:
Autoritarismo, en las relaciones sociales, es una modalidad del ejercicio de la autoridad que impone la voluntad de quien ejerce el poder en ausencia de un consenso construido de forma participativa, originando un orden social opresivo y carente de libertad y autonomía.
En los escenarios conflictivos que describí hace un momento hay evidentemente una falta de consenso por parte de uno de los involucrados, o una distorsión en el acontecer normal de una partida, que hace que efectivamente alguien ejerza la autoridad para solucionar el conflicto. Como se deja ver en la definición lo que está en juego es el poder y su legitimidad (es decir, que las decisiones tomadas por quien ejerza el poder sean aceptadas voluntariamente por el resto). En la tradición mastercentrista la concentración del poder no se cuestiona: quien toma la batuta es el director de juego. Esto se legitima por elementos como su mayor conocimiento en materia de juego, su supuesto arduo trabajo de preparación, o incluso características personales como su personalidad dominante o su desbordante imaginación. Estos supuestos vamos a cuestionar en breve.

Pero antes, comencemos a presentar las cuatro características del autoritarismo según el profesor de ciencia política Juan José Linz, y usemos esos cuatro ejes para buscar el correlato en las partidas de rol donde predomina una dinámica mastercentrista.


Juan José Linz, autor de libros como Sistemas totalitarios y regímenes autoritarios.

Primera característica: pluralismo político limitado, no responsable (límites en las instituciones y grupos políticos)


Parece hasta extraño encontrarse con este escenario en una actividad tan típicamente grupal como es jugar rol. En una partida se reúnen un puñado de personas para divertirse, se ayudan con un reglamento para estipular el marco general de la acción, y aportan acuerdos sociales que hacen única e incomparable la experiencia. Sin embargo, en toda relación humana hay una tensión por el poder. Aunque esté latente, aunque no se manifieste de forma agresiva, esa asignación de poderes está presente en toda reunión y forma parte de nuestro comportamiento humano. 


Por momentos el poder se estabiliza, encuentra un lugar donde los participantes de la reunión están más o menos cómodos, y de esta manera impera momentáneamente la paz. Pero como en Apocalypse World, el status quo puede ser desafiado y alterado en cualquier momento, dadas las circunstancias favorables. ¿Y qué puede hacer que se den esas circunstancias en las que el poder debe manifestarse o ser traspasado de un sujeto a otro?

Creo que un elemento (no el único) que motiva estas situaciones  es que los juegos de rol atraen a muchas personas por motivos diferentes. Algunos prefieren los componentes tácticos, otros los narrativos, otros la posibilidad de insertarse en mundos imaginarios, etc. Esta pluralidad de intereses puede efectivamente traer roces durante las partidas, porque es imposible satisfacer de igual medida a todos los gustos que pueden atravesar el arco de los juegos de rol. Inclusive si se conversa previamente al respecto y se enuncian los intereses de cada jugador, en definitiva es quien tradicionalmente detenta el poder quien decide cuándo y por cuánto tiempo hacer foco en los intereses de cada participante. Esta es la limitación del pluralismo que conecta los juegos de rol en sus dinámicas mastercentristas con los regímenes autoritarios. La institución del acuerdo mediante el diálogo puede estar presente, pero está limitada en última instancia a la inclusión de las sugerencias que haga la autoridad en cuestión.

El riesgo de este escenario está a flor de piel: el director de juego, en términos amplios, no es más que uno más de los participantes de la partida. Puede ser quien más leyó, o ser el más preparado, puede tener más ganas, puede ser el más inteligente, puede ser el más creativo, puede ser el más lindo... o puede no ser ninguna de esas cosas. Pero innegablemente es un participante del acto de juego, y como tal seguramente tiene también sus expectativas y preferencias, al igual que los demás. Y al verse imbuido con el poder de decisión, está solo a pasos de imponer una de las agendas (a saber, la propia) por sobre las demás, en lo que vulgarmente se conoce como el síndrome dueño de la pelota, propulsando "mi diversión" en pos de "la diversión". Y por cierto, estas observaciones valen también para aquellos casos en los que el rol dominante es encarnado por cualquiera de los participantes, más allá del caso típico del director de juego.


Michel Foucault, un historiador que trabajó en profundidad sobre la teoría del poder.


Segunda característica: legitimación basada en la emoción, especialmente identificando el régimen como un mal necesario para combatir "problemas sociales fácilmente reconocibles" como el subdesarrollo y la insurrección


Esta característica señala dos elementos: la legitimación de la autoridad y los males que supuestamente enfrenta. Con respecto al primer punto, ya mencionamos algunos aspectos que tradicionalmente parecen cimentar el respeto hacia el director de juego: su pericia con el reglamento en cuestión, su experiencia, su compromiso, su dedicación, su integridad, sus virtudes personales. Son todos aspectos que determinan el respeto en otros ámbitos, como por ejemplo los laborales, los académicos, los deportivos, etc. Así que, ¿por qué no habrían de ser válidos en el ámbito de los juegos de rol?

Lo que creo que sucede en el acto grupal que sucede en un juego de rol es que estos aspectos pueden manifestarse en más de una persona a la vez (o tal vez inclusive en ninguna de las involucradas, y aún así esto no debería ser un problema). Así, puede darse el caso de que dos participantes tengan un gran conocimiento del reglamento del juego que se está jugando: ¿acaso se supone una competencia por ver quién gana más respeto de sus compañeros? Y aún si así fuese, porque nuestras dinámicas sociales nos empujan a ser competitivos incluso en situaciones de esparcimiento: ¿queremos que esa competencia afecte la partida? ¿De eso se trata nuestro hobby? ¿De ver quién la tiene más larga?

Si ponemos en cuestión esta competencia de "aspectos respetables" entre los participantes de una partida vemos que todos esos elementos que parecerían cimentar la autoridad del director de juego empiezan a temblar en sus bases. Puede ser, entonces, que quien dirija no sea quien más experiencia tenga en el juego. También puede ser que sea otro quien haya dedicado más tiempo a los preparativos pensando en el trasfondo de su personaje, o leyendo al respecto del mundo imaginario donde transcurren las aventuras, o cocinando algo rico para convidar a los demás. 

Esto no significa que el director de juego, para encarnar de forma justa y noble el papel de árbitro, debería apuntar a ser el mejor conocedor de reglas, el mejor anfitrión, el más dedicado, el más inteligente... el mejor rolero, en definitiva. Querer aglutinar todas esas características en un solo participante hace que se establezcan y propaguen las concepciones paternalistas alrededor del director de juego, típicas del mastercentrismo. Y es algo que estorba a la gestación de nuevos directores de juego, ya que trae consigo el áspero desafío de intentar tomar el lugar de los antiguos reyes del rol, que iluminaron nuestro pasatiempo con su venerable sabiduría y genialidad.

Esos grandes sabios del rol, esos reyes justos, esos caudillos carismáticos eran capaces de tomar el toro por las astas, de poner sobre la mesa lo que había que poner, de hacer frente a los problemas que otros no podemos enfrentar y de tomar las decisiones drásticas que otros no podemos tomar. Acá es donde se ve la legitimación de la autoridad, y donde entra en juego el segundo aspecto de la característica del autoritarismo que nos ocupa: los problemas fácilmente reconocibles que el régimen del director de juego vendría a solucionar con su firme (y dura) mano.

¿Y cuáles son esos problemas? Podríamos escribir cataratas de artículos sobre cada uno de estos fantasmas que acosan a la buena práctica de juegos de rol. Y de seguro algunos habremos hecho ya en la columna Roleródromo. Pero pensemos algunos casos puntuales, como para dar un cierre somero a este apartado. Linz menciona el subdesarrollo y la insurrección en su caracterización del autoritarismo político. Nosotros, en nuestra caracterización del autoritarismo lúdico podríamos pensar en términos análogos. 

El subdesarrollo tendría que ver con no alcanzar las metas que se han fijado. Sea esto la narración de una gran historia épica, el establecimiento de complejos combates tácticos que permitan explotar los lados fuertes y flacos de los personajes, o la compenetración más absoluta en la interpretación de los protagonistas. Todas esas metas tienen algo de quimera y de espejismo, y el autoritarismo lúdico se postula como último recurso y garante de seguridad a la hora de alcanzarlas. Si seguimos la voluntad del caudillo al pie de la letra vamos a ir por camino seguro, regidos por su voz de mando cálida y varonil.

La insurrección tendría que ver con el desafío de la autoridad de este caudillo, tal vez para impulsar agendas personales que no se corresponden con la dinámica que se estaba ejecutando hasta el momento. Pero claro, la inserción de cualquier cosa en cualquier lugar sometido al capricho y mero gusto de los jugadores es una amenaza al orden y el buen gusto que venía garantizando el caudillo: pareciera ser mejor ceñirse a un solo capricho, el del director de juego, y por lo menos gozar de la cohesión de seguir una única agenda.

Es a estos dos fantasmas (el subdesarrollo lúdico y la insurrección lúdica) a los que debe hacer frente el director de juego autoritario.

Padre-director de juego, enfrentando las miserias humanas. Abre la ventana para que entre la luz que iluminará a los desvalidos jugadores (su esposa y su hija).
El puño cerrado y las herramientas sobre la mesa le confieren la fortaleza de carácter que hace falta en momentos tan aciagos, como cuando el bebé hizo metajuego o cuando su mujer trajo dados trucados.



Tercera característica: movilización política ni extensiva ni intensiva, y límites a las masas (como tácticas represivas contra opositores o actividades anti-régimen)


Ya en el punto de la insurrección lúdica se observa el riesgo que conlleva la participación del resto de los jugadores para el autoritarismo lúdico. El desorden causado por distintos intereses en pugna, la confusión causada por varias voces interpretando las reglas, el deseo mezquino de tener el foco de la atención un poco más... son todos escenarios intolerables para el curso ordenado de una partida derecha y humana.

De esta manera se va delineando el tipo de jugadores que pretende tener bajo su mando el autoritarismo lúdico. Jugadores sumisos que se muevan dentro de lo controlado, que no lleven la historia más allá de los límites convenientes, que no abusen de las reglas (aún en los casos en los que puedan hacerlo, por algún "error" de diseño), y por sobre todas las cosas, que no pongan en duda la autoridad del caudillo lúdico. Si alguno de estos catastróficos momentos comienza a perfilarse, el director de juego va a tener que apelar al uso de las herramientas que su autoridad le confiere. Entre ellos, se destaca el macarthismo lúdico, mediante el cual se acusa al subversivo de atentar contra la estabilidad de la mesa, contra la diversión del grupo, contra la narración de la historia, etc. Y de ahí a proponer la expulsión momentánea (por una o varias escenas) o permanente, hay solo unos pocos pasos burocráticos.


Joseph McCarthy: anticomunista y director de juego bastante cabrón.


Cuarta característica: poder ejecutivo "mal definido", muchas veces cambiante o vago


Seguimos sosteniendo la analogía lúdico-política de la caracterización de Linz, y en este último aspecto nos acercamos aún más a cuestiones disruptivas de todo tipo de juego. En el ajedrez, en la escondida, en el ta-te-ti los participantes conocen las reglas y están todos sometidos de igual manera a ellas. Ninguno puede alterarlas en el transcurso de una partida. Si esa alteración se produjese generando el beneficio de quien la efectúa, estaríamos hablando lisa y llanamente de una trampa.

Sin embargo, los juegos de rol muchas veces ofrecen límites difusos para tener en claro cuáles reglas son duras y cuáles son blandas. Cuáles son mecánicas que tienen que llevarse a la práctica al pie de la letra, y cuáles son meros consejos que pueden oírse o desoírse. El problema con entregar el poder de trazar los límites a uno solo de los participantes del juego (tradicionalmente, el director) es que tiende a favorecer a éste, y a perjudicar a los demás. Al no ser común en los juegos de rol cuestiones como los tantos entre bandos opuestos, en muchos juegos de rol esto puede manifestarse de forma sutil. Puede tratarse de una distribución dispar de escenas dedicadas a distintos personajes. O en el establecimiento del foco de las partidas lejos de temáticas que interesen a otros jugadores que no sean el director de juego. O incluso puede darse el caso de que el director de juego se encuentre detentando el poder pero no sepa qué hacer con este, y no encuentre en las reglas del juego instrucciones certeras de cómo trazar el ritmo de una partida.

Normalmente estos comportamientos son entendidos como usos viciados del poder conferido al director de juego. Excepciones desafortunadas de prácticas que en la mayoría de los casos no llegan a tales extremos. Pero hay que notar que en muchos casos (la gran mayoría, de hecho) el director de juego no posee más herramientas que su subjetividad para determinar qué decisiones son justas y cuáles afectan favorablemente a la sesión de juego. Así que el riesgo de caer en malos usos del poder está siempre presente, y se acentúan si se sostiene el autoritarismo como bastión indiscutido de protección de las prácticas lúdicas. Y la defensa de ese poder sin cuestionamientos se sostiene de aquella legitimación que problematizamos en apartados anteriores.


Conclusiones


Lo importante de todo esto es entender que estas observaciones no necesariamente se dan de forma total y obvia: el autoritarismo lúdico no se evidencia por directores de juego que usan la banda nazi en uno de sus brazos. Y tampoco hay que pensar que la fuente del autoritarismo lúdico sean solo los directores de juego. Como sucede con el concepto de mastercentrismo, este fenómeno se sostiene por las dinámicas adoptadas por todo un grupo de personas.

Dicho de otra forma: el autoritarismo puede surgir de cualquiera de los participantes, y puede hacerlo esporádicamente, de forma inconsciente, o como reflejo involuntario hijo de una forma cristalizada de jugar. Somos hijos de una cultura de juego, así como también somos hijos de otros tipos de cultura. Por ejemplo, podríamos no ser machistas y sin embargo notar actitudes machistas propias que afloran sin que nos lo propongamos, o sin que midamos las consecuencias terribles que tuvo el machismo para la historia de la humanidad. A veces esas actitudes no se pueden evitar. Pero la responsabilidad que tenemos como seres conscientes es que, una vez identificadas las consecuencias que conllevan los actos machistas, violentos o autoritarios, debemos intentar refrenar esos impulsos que la sociedad nos ha transmitido, y tratar de transformarla con nuestra resistencia.

Por otro lado, lo que se cuestiona aquí no es la efectividad del estilo autoritario de juego: se cuestiona su moralidad. Uno podría argumentar que el uso de la violencia en la educación es muy eficiente para garantizar algunos comportamientos en los niños (la sumisión, el respeto a la autoridad). Pero aún aceptando eso, caben otras preguntas: ¿queremos garantizar esos comportamientos? Y aún si queremos lograr esos fines, ¿están justificados los medios?

Y por último, me gustaría sembrar una última pregunta, que creo que es la que me llevó a escribir este artículo en primer lugar. Teniendo en cuenta la analogía que sostuve a través de los cuatro puntos de Linz sobre el autoritarismo y habiendo atestiguado conversaciones y comentarios que reflejan en mayor o menor medida estos aspectos, me asombra encontrar estas actitudes llevadas a cabo por personas que encuentro lejanas al autoritarismo. O por lo menos esa impresión tengo yo de ellas. Así que suponiendo que en términos generales hay un rechazo hacia los regímenes totalitarios, lanzo mi pregunta y espero sus opiniones en los comentarios:

¿Por qué se habrían de rechazar las actitudes autoritarias en ámbitos políticos, pero no en los lúdicos?


Esta imagen ya es un clásico de nuestros artículos sobre el Mastercentrismo.

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