Cuentacuentos: 7º Mar, capítulo uno: La Fiesta, segunda parte

¡Saludos, runeros! Bienvenidos otra vez a la columna Cuentacuentos, donde narraremos experiencias surgidas de partidas de rol de diferentes juegos.

Continuando con las aventuras de nuestros héroes Chet de Insimore, Claude de Montaigne, John de Avalon y Rodrigo de Castilla, he aquí la continuación de la primera parte del capítulo uno: La Fiesta.

Sé que han pasado ya dos semanas completas desde la última entrada, y estamos planteándonos hacer que la columna Cuentacuentos se publique los segundos y cuartos miércoles y sábados de cada mes, para que no pierda tanto la continuidad, o directamente sólo los sábados, pero todas las semanas. Si están interesados, voten en los comentarios qué opción prefieren.


Capítulo uno:

La Fiesta
segunda parte



Cómo me imagino yo al Príncipe Bernuolli.



John


No podía creerlo, su héroe, el único amigo de fiar de su padre Dave, lo estaba por introducir al mismísmo Príncipe de Vodacce y a su corte. Tímidamente al principio, pero haciendo gala de su brío y sus conocimientos, trató de engatusar el príncipe cuando éste miró por encima de su hombro y exclamó con alegría:
-Eh, ¡un espadachín castellano! Ven aquí, hijo.
El aludido, claramente sorprendido por tan directa confrontación con la realeza de Vodacce, apenas si respondió.
Cuando le preguntaron su nombre musitó algo parecido a "Rodrigo", y luego trató de llevarle conversación el Príncipe lo mejor que pudo. Parecía desviar la mirada cada tanto a la hija del mismo, una Bruja Vodaccia, y al notarlo, el regente Gespucci Bernuolli los presentó formalmente.
Por algún motivo a John no le molestaba tanto que le hubiera robado su momento, pero cuando vio la cara de Emmett conmocionada por la desesperación no pudo menos que extrañarse. Trató de llamar la atención del príncipe, cuando de repente el montaignese, Cloth o algo así, salió disparado para el balcón, saltándolo en el acto. Chet, de inmediato, corrió hacia la escalera  para bajar al nivel inferior, quién sabe para qué.

Chet


Su padre estaba contento. Pocas veces lo había visto así, y no le gustaba. Siempre antecedía a algo monstruoso, algo que siempre tenía que ver con la herencia hechicera de su familia, a la que él, gracias a... alguna deidad inexistente..., no tuvo que sufrir.
Chet no soportaba más la desinformación, y cuando el Príncipe se puso a hablar con John, lo llevó aparte.
-¿Qué pretendes?
Su padre no le prestaba atención.
-Me contarás tu maldito plan, querido padre, o...
El viejo lo miró y, finalmente, suspiró y habló:
-Mi idea es que te cases con la hija del Príncipe para poder acceder a sus tratos comerciales con el Imperio de la Media Luna, conseguir mucho dinero, y usarlo para acabar con todas las posiciones de poder que hay en el continente, para acabar con las naciones, el dinero y sus guerras.
Chet se quedó atónito. ¿Podría ser que su padre fuera un Librepensador del Rilasciare sin que él lo supiera? No parecía probable, pero allí estaban las palabras. Se dijo que lo investigaría más tarde.
-Tu idea es combatir el fuego con fuego, viejo. Te vas a quemar, y nos vas a quemar a los demás en el proceso.
Pero su padre, de nuevo, no estaba prestando atención. El Príncipe acababa de presentar al castellano de antes, del que ya tenía dos excusas para vengarse, con su hija, y, de improvisto, Claude salió despedido, persiguiendo a un tipo bajito con sombrero a través del balcón. Chet bajó imprudentemente por las escaleras, sin saber bien por qué.



Claude


Pierre, el ladrón de sus reliquias, ese bastardo. Lo vio saltar por el balcón y lo siguió sin pensarlo. Sus huesos quizás fueran viejos pero aún se sabía mover bien. El salto era grande pero él supo caer entre las flores que adornaban el balcón de abajo. Su pequeña presa se había mezclado entre la gente, pero él estaba seguro de que Pierre estaba aquí por negocios, por lo que buscó a su sempiterno guardaespaldas vesten, de más de dos metros. La mole calva estaba allí, a sólo unos pasos de él, y, Claude lo sabía, a su lado estaría ese maldito cazador de tesoros que alguna vez había llamado amigo.
Cuando estaba por saltarles encima notó que alguien lo agarró del hombro: era Chet. Tenía un plan. El avalonés "chocaría" con el vesten, creando una pelea, y Claude aprovecharía la conmoción general para llevar a Pierre a los baños, donde rendirían cuentas.
El montaignese no entendía por qué Chet quería ayudarlo ni cómo pensaba sobrevivir a una pelea con tan enorme bestia norteña, pero no dudó un segundo en asentir: él no perdía nada.

Pobre Claude, tratando de encontrar a alguien en particular entre tanto gentío...

Chet


Chet se acercó al enorme vesten y lo empujó con todas sus fuerzas, metiendo un pie entre los del gigante, y haciéndolo perder el equilibrio. Lo ayudó un poco el alcohol que seguramente había tomado, por supuesto, pero lo importante es que lo había logrado.
Vio a Claude llevarse a su enemigo a rastras, y él trató de hacerse el tonto y ayudar a levantar al vesten. Él, siendo un excelente pugilista, vio grandes cualidades aparte de la musculatura en esta persona tan grande y tan flexible sin embargo, como demostró al levantarse de un salto, sin usar las manos; olvidándose por completo de todo lo demás, Chet habló afablemente con el vesten y lo terminó invitando, al mediodía siguiente, a un bar, para ponerse al día y, quizás, ser su entrenador de pelea y hacer algo de dinero juntos. Desués de todo, él ya estaba algo viejo para seguir siendo un pugilista profesional. También, se dijo, podría tener como contacto a alguien muy útil, y también, quizás, mantener vigilado al enemigo de Claude por si se escapaba.
Chet subió feliz y vio que todos fijaron su vista en él, excepto el Príncipe que estaba enfrascado en una conversación con John y su hija que estaba con los ojos perdidos en los de ese maldito espadachín.
Pensándolo bien, él no quería casarse con ella ni seguir el plan de su padre, lo que le hizo hacer las paces, internamente, con el castellano. Además, tenía que satisfacer la curiosidad de las damas de la corte, y la pareja que hacían el espadachín y la hija del Príncipe le dio una excelente idea...

John


Al fin se estaba luciendo. Estaba a muy poco de convencer al Príncipe de "hacer su biografía", con lo que al final podría tener acceso casi ilimitado a un montón de información del pasado del Príncipe para, eventualmente, extorsionarlo y lograr lo que Mett necesitaba de él.
Ah, qué lindo que era llamar "Mett" a su héroe máximo.
Chet volvió y, ante la mirada de las damas, empezó a contar una historia acerca de un amor perdido y una venganza atroz, pero él debía concentrarse en ganarse la confianza del Príncipe.
El cuál, para su sorpresa, le cayó espectacularmente bien. No sólo se estaba por ganar un aliado y una potencial víctima, ya no. Ahora estaría por ganarse un amigo. Un verdadero amigo.
Entusiasmado, volvió a insistir con determinación en sus conocimientos históricos y en que podría escribir un excelente libro con la vida de su majestad, influyendo en todo el mundo y marcando una nueva manera de hacer política. Pero esta vez descubrió que era sincero, que no quería manipular a su interlocutor.
Por la reacción del Príncipe, quedó decidido: serían amigos.

Claude


Claude y Pierre estaban en los baños del cuarto piso, y Claude no lamentó haber olvidado su cuchillo, porque por suerte lo había ensangrentado un tiempo atrás.
Se concentró todo lo que pudo mientras mantenía la presa sobre su antiguo amigo, y notó que podía tocar el velo que lo separaba del Paseo. Rasgó el velo y sintió en su fuero interno un espeluznante grito de dolor, como si la realidad sufriera al abrirsele una brecha. Metió rápidamente la mano por el agujero y palpó, del otro lado, hasta encontrar lo que estaba buscando.
El cuchillo.
Gotas de algún espeso líquido rojo manaban de las esquinas del techo y el suelo, y Claude supo que debía cerrar el portal. Sacó el arma y la puso en el cuello de su oponente mientras dejaba que el hoyo se cierre, pero Pierre fue más rápido y aprovechó ese momento de concentración en morderle la mano y huir.
Claude lo persiguió, cuchillo en mano, a una velocidad sorprendente. Ni se dio cuenta de subir escaleras o de los cambios de luz, pues sus ojos estaban en un sólo objetivo: Pierre.
Lo vio cruzar una puerta y entrecerrarla. Escuchó un potente grito, como el anterior, y cuando entró vio un cadáver en el umbral, acuchillado, pero nada más. Pierre no estaba en ninguna parte, y al ver las paredes de la habitación supo que su presa también era hechicero de Porté, y mucho mejor que él a decir verdad.
Dio vuelta el cuerpo con el pie y gritó al reconocerlo:
-¡El Príncipe ha muerto! ¡El Príncipe ha muerto!


Imagínense ésto pero con un cadáver sangrante en el piso.


Rodrigo


La reacción del Príncipe al escuchar tan bizarro aviso fue instantánea: su piel se tiñó de blanco, su respiración se cortó, su mano fue a parar a su pecho, y sus ojos a las escaleras. El grito tenía acento montaignese, aunque fuera emitido en vodaccio, y rápidamente los guardias del gobernante subieron bajando al noble que había visto antes hablando con los revoltosos, el que había visto huir por el balcón hacía sólo unos momentos.
Rodrigo tuvo que soltar las manos de la increíblemente bella y seductora dama que era la hija del Príncipe, y vio cómo éste interrogaba en público al montaignese.
El grupo de gente del Imperio de la Media Luna que había estado dando vueltas por allí se quedó paralizado, como temiendo algo, y suspiraron algo aliviados cuando escuchó al fin la conclusión del regente:
-Quedará usted detenido en los aposentos de mi hijo hasta nuevo aviso. Se lo acusa de asesinarlo. Si intenta escapar, no dude en que lo perseguiré, pues tengo al mejor hechicero Porté del mundo a mi cargo.
Señaló con ese gesto a uno de sus guardias, que inclinó la cabeza.
El Príncipe empezó a repartir órdenes a todos los presentes, repartiendo sus guardias entre los pisos y haciendo un gesto particularmente comunicativo a su hechicero personal. Luego notó, al mismo tiempo que el castellano, la ausencia de los avaloneses revoltosos, aunque uno de ellos sí había quedado allí.
Rodrigo, siguiendo una corazonada, se adelantó.

-Señor, si me permite, quisiera ayudarlo con la investigación.

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