Cuentacuentos: ¡Estampida!

Durante las últimas semanas poco habían hecho los esclavos del este de la Dégringolade aparte de trabajar en la reconstrucción de una vieja mansión que un recién llegado ciudadano parecía estar queriendo arrebatarle al olvido. El hombre se hacía llamar príncipe y no permitía que los esclavos lo miraran a los ojos. Tal vez hasta fuese verdad su ascendencia noble. Cosas tanto o más insólitas se habían visto y oído en las derruidas calles de aquella ciudad en decadencia. 



La obra avanzaba con la rapidez o la lentitud esperada: los esclavos eran azotados con todo rigor, pero no disponían de las herramientas con las que en tiempos pasados los antiguos habitantes de la Dégringolade habían elevado construcciones magistrales. Unos pocos sirvientes tenían la buena fortuna de escapar a las tareas manuales y trabajar en las partes habitables de la mansión, cumpliendo las tareas domésticas. Uno de ellos era un joven minotauro, recientemente llegado de la jungla sin antes haber puesto un pie en la civilización. Su adoctrinamiento en la estoica filosofía del Silencio le fue impuesto a latigazo limpio, y su espíritu se domó con sorprendente facilidad para sus amos. Tal era el punto de sumisión alcanzada con esta bestia, que lo pusieron a cargo de asistir llevando y trayendo las comidas a la hija del mismísimo príncipe. Claro que su señoría no podría tolerar jamás que esa mole analfabeta entre en contacto con su preciada flor, así que la muchacha y el minotauro estaban separados por un velo de seda, debajo del cual el sirviente posaba las bandejas con los dulces bocados para la princesa.

Fue retirando uno de tantos almuerzos que el joven sirviente oyó por primera vez la voz de la princesa. Dulce y melodiosa, inició un diálogo inocente. Separados por el velo, lograron unirse en una conversación entre dos seres que tenían su libertad coartada: sea por la opresión de la humanidad que denigraba al sirviente, o por el mandato patriarcal que mantenía aislada a la muchacha del resto del mundo. En cierto punto los dedos delicados se posaron sobre el velo y avanzaron hacia la frente del minotauro. El contacto dejó a la princesa confundida y al sirviente enamorado. Ella le preguntó por la forma extraña de su rostro, y él le explicó que era una criatura diferente a ella. La muchacha no parecía comprender del todo. De alguna manera la apariencia física parecía poca cosa para dos seres que comulgaban sus sentimientos y pesares más profundos.




Acabado el almuerzo se separaron, y el sirviente marchó a cargar agua para la muchacha. Descendió hacia los viejos jardines, que en su abandono parecían un reflejo de la jungla que rodeaba la Dégringolade. En su centro el joven encontró, junto al pozo de agua, a un viejo minotauro que cumplía las trabajosas tareas de jardinero y a otra bestia con ambos cuernos gastados. Este último mostraba claras señales de fatiga. El diálogo entre oprimidos se sucedió rápidamente, mientras juntaban agua del pozo. En esta pequeña jungla, dentro de una gran ciudad rodeada de otra inmensa jungla, los tres sirvientes encontraron un momento de armonía. 


La paz no duró mucho: no tardó en llegar el capataz de la obra de reconstrucción, haciendo centellar y chistar su látigo por los aires. Demandaba la presencia del obrero, y lo acusaba de abandonar las labores. El azote se repartió por igual tanto en su subordinado como en los otros dos esclavos. El viejo capataz, decrépito y débil por el hambre se ayudaba de siglos de opresión y de toda una cultura de sumisión inculcada desde los primeros soplos de vida a los minotauros para subyugarlos a su voluntad. El castigo por encontrarlos haraganeando fue lógico: los tres fueron enviados a trabajar por lo que quedaba del día en el acondicionamiento de uno de los muros exteriores.




Ya en la obra, el jardinero y el sirviente doméstico pudieron ver la cara más cruel de la explotación de los minotauros por la mano del hombre. Bestias rebuznando sus últimos suspiros, espaldas con la carne abierta a fuerza de latigazos, brazos y piernas de muertos anónimos en sectores derrumbados de las paredes. Los mandaron a trabajar en un piso intermedio, y allí pasaron la mayor parte de la tarde levantando escombros y tratando de cerrar el costado oriental que conectaba la Dégringolade con la jungla. Cada ladrillo que ponían los alejaba del llamado de las Voces, siempre pulsante desde lo más recóndito del verde profundo.

Llegando al final de la jornada los esfuerzos menguaban, pero el azote mantenía, y por momentos redoblaba su intensidad. El agotamiento de los minotauros se sentía en el aire, y el capataz iba y venía de un sector a otro tratando de mantener la fuerza de trabajo. Los esclavos se aferraban con sus últimas fuerzas al Silencio, aquella filosofía que sus ancestros les habían inculcado para que aplaquen sus pesares, anulen sus emociones, aplasten sus deseos. El Silencio era un refugio al cual acudir cuando todo otro lugar parecía aciago. Era la respuesta para las preguntas, la recompensa por los esfuerzos, el consuelo de la tristeza. El Silencio era fuerte... ciertamente más fuerte que las viejas paredes que a fuerza de sangre y muerte los humanos se empecinaban en levantar.


Algunos escucharon un quejido de la madera. Otros vieron torrentes de polvo cayendo. Unos afortunados no se percataron de nada de esto antes de que los envuelva la muerte. Los pisos superiores colapsaron y se produjo un derrumbe en el cual rodaron y se apelotonaron ladrillos, arena y carne. Los gritos de confusión abrazaron a los tres minotauros que se habían conocido en el jardín, y reconfiguraron su entorno en un abrir y cerrar de ojos. A unos centímetros la pared se había trocado en jungla nuevamente. Arriba ya no quedaba sino alguna que otra viga doblada de lo que supo ser el techo. El más viejo de ellos comenzó a asistir a los heridos de las cercanías. El joven bajó a ver quiénes habían caído del otro lado de la frontera, para ayudarlos a regresar. El último, el minotauro de cuernos gastados que más tiempo había pasado en la construcción, observó justo a tiempo cuatro manos que se aferraban desesperadamente a la cornisa que se había formado luego del derrumbe, distanciada a unos diez metros del piso.




Las manos que habían visto empuñar el látigo que los sometió hasta aquel momento se asomaban, intentando impedir la caída del anciano capataz al abismo. A su lado, uno de los tantos minotauros que habían estado sufriendo de los azotes junto al minotauro de cuernos gastados. Éste se acercó, y por un momento lo dudó. Todo su ser lo empujaba a asistir a su hermano de sangre. Pero a la vez, la voz de mando del capataz le ordenaba ignorarlo y acudir en ayuda del humano cuanto antes. El Silencio era claro al respecto. Y los surcos más profundos de la opresión no los habían dejado los latigazos.


El minotauro de cuernos gastados extendió su mano a su superior, viendo al instante como su compañero se precipitaba al abismo. Al caer sonaron sus huesos, y uno de sus brazos adoptó una forma imposible, completamente desencajado, con sus huesos partidos, algunos despedazando la carne como cuchillos.


Los trabajos en los muros se detuvieron por esa noche, y en cambio le sucedieron trabajos de rescate. No de minotauros, sino de herramientas y humanos damnificados.




Al día siguiente, luego de la catástrofe del muro las tareas debieron ser redistribuidas entre los esclavos sobrevivientes. El esclavo que había visto caer el minotauro de cuernos gastados había logrado aferrarse a la vida, y a fin de cuentas sintió la dolorosa amputación de su brazo como una bendición, ya que marcaba su retiro del área de construcción para pasar a los servicios domésticos. En su lugar, el joven minotauro fue enviado a las obras, y también el viejo jardinero, supliendo otras bajas.

Otra nueva cara se encontraba entre los obreros aquella mañana: un nuevo capataz venía a relevar al anciano sobre quien había caído la responsabilidad formal del derrumbe. Y el nuevo jefe se aseguró de imponer su voz de mando haciendo un uso aún más cruel del látigo que el que acostumbraba su antecesor. Su físico de gran musculatura lo ponía casi a la par de los minotauros que comandaba, y su agresividad hacía de estas criaturas dóciles bestias de carga.


Para cuando llegó el mediodía, muchos de los esclavos sentían el cansancio que con su previo capataz recién hubieran visto llegar con las primeras estrellas de la noche. El receso para almorzar fue insuficiente hasta para comer las pocas migajas que les habían dispensado. Los tres minotauros que se habían conocido el día anterior estaban comenzando a retomar sus labores, cuando vieron acercarse al esclavo manco que el día anterior había perdido su brazo en la caída. Vestía las mismas ropas que anteriormente usara el joven minotauro, y se acercó a él para decirle que le traía algo de parte de la princesa. Su única mano extendió un fragmento de papel con algunas líneas inscritas. El muchacho le agradeció, por más que nunca hubiese aprendido a leer. El minotauro más viejo le dijo que podía ayudarlo a comprender lo que decía, y recibió en sus manos el mensaje. Para entonces el nuevo superior ya estaba entre ellos haciendo tronar el látigo y las espaldas de sus compañeros. Llegó hasta el grupo y les ordenó que volvieran a sus tareas. El joven esclavo dudó un momento, retenido por el ansia de saber qué le quería decir la hija del príncipe. Y esta ligera demora fue suficiente para encender la ira del capataz.




El jefe demandaba saber qué era lo que retenía a sus subordinados. Y el joven minotauro eligió el silencio en lugar de el Silencio. Los latigazos del hombre comenzaron a sentirse, y no eran como los del viejo del día anterior. En sus manos, el cuero cortaba mejor que el bronce, y parecía llegar hasta los huesos. Hecho un ovillo de sangre, el muchacho concentraba sus energías en esconder el papel que la princesa le había enviado a él. A él, que era tan poca cosa que ni nombre tenía. A él, que salvo por las palabras de aquella mujer, el único reconocimiento que había obtenido de la humanidad era este castigo ejemplar.


Sin saber si había llegado al desmayo o a la muerte, el muchacho notó que los golpes habían cesado. Levantó cuanto pudo su rostro para ver al minotauro de cuernos gastados sujetando al hombre del brazo que empuñaba el elemento de tortura. Sus ojos centellaban, y las venas de su cuello comenzaban a inflamarse desproporcionadamente. En su ayuda llegaron otros hombres, pero ni con todos ellos logró liberarse del agarre férreo del esclavo. De su boca manaban insultos, amenazas y promesas de castigo redoblado sobre todas y cada una de las bestias bajo su control.

El más viejo de los minotauros de acercó al de cuernos gastados. Y no fueron ni los latigazos , ni las amenazas los que causaron que suelte al capataz. Fue el susurro de las palabras  del anciano recordándole los preceptos del Silencio. 

Los hombres se arremolinaron en derredor del minotauro de cuernos gastados. El capataz recuperó su compostura. Cada criatura, con o sin cuernos observaba la escena sin emitir sonido alguno. Una sola orden fue suficiente para que lleven al esclavo en cuestión al mástil de la plaza, acompañado de todos los esclavos para que observen lo que le sucedía a aquellos que desafiaban la autoridad.


Junto al mástil el capataz disponía de una carretilla repleta de picas, látigos, cadenas, tenazas, cuchillos y un sinfín de elementos de tortura, o bien diseñados a tal fin, o bien improvisados y adaptados gracias a la genialidad morbosa de los hombres de la Dégringolade. Los castigos fueron sucediéndose progresivamente, y cuando el sol comenzó a posarse sobre el horizonte el rojo de sus rayos lograba una macabra rima con la sangre que bañaba el cuerpo del minotauro de cuernos gastados.

El jóven esclavo dirigió por un momento la mirada a la parte de la mansión donde se albergaban los humanos. En la ventana superior divisó los ojos de la princesa, y vio al sol rojo reflejarse y destellar en sus lágrimas. Volvió la vista al jardín donde tenía lugar la escena de tortura. El espectáculo monótono de horas de azotes presentaba ahora un cambio. El anciano minotauro que había estado a cargo de los cuidados del lugar se puso de pié. Detrás de él un esclavo imitó su movimiento. Y luego otro. Y luego otro.

Un humano se acercó al capataz que bufaba luego de las largas horas de faena, y le comunicó estos movimientos. Él observó a la multitud de minotauros de reojo y por única respuesta tensó sus músculos con fuerzas renovadas y caló más hondo en las carnes de su víctima, que ya no respondía a estímulos. Un puñado más de minotauros se erguía. Varios bufaban con una ansiedad bestial. Algunos golpeaban el piso con sus pies, como toros furiosos.

Cuando todos estuvieron de pie, el torturador se dirigió con suma calma a la carretilla. Hurgó por unos momentos entre sus herramientas y extrajo una corta y gruesa espada de bronce, que relució con los últimos rayos del sol en fuga. Avanzó para terminar con el castigo ejemplar, con el fin de demostrarles de una vez por todas a estas bestias quién estaba al mando.

Nunca llegó a los pies del mástil. El joven minotauro embistió antes con todas sus fuerzas en su pecho, levantándolo por los aires con espada y látigo. Detrás de él, los demás esclavos estallaron en un frenesí animal, pisoteando a cuanto humano se entremetía con su marcha hacia la jungla que les tendía un manto verde y negro de noche profunda. El minotauro anciano se apresuró a bajar de la estaca al de cuernos gastados, y con la ayuda del más joven lograron ponerlo en pie.

Comenzaba así el levantamiento y la fuga de esta manada de esclavos. ¿Qué les deparaban las entrañas de la jungla? Solo las Voces lo sabían.




Este fue el reporte de la mitad de mi primera partida jugando The Clay That Woke. Mi objetivo como director de juego era, además de conocer el juego y sus mecánicas, explorar aunque fuese superficialmente los dos mundos que propone su manual: la decadente Dégringolade y la exuberante y misteriosa jungla. En esta mitad de la sesión nos enfocamos en la esclavitud y la segregación, y creo que logramos abrazar esos temas. Los jugadores comprendieron la filosofía del Silencio y la aplicaron debidamente en varios puntos, como se ve en el relato. Y también supieron cuándo romperla. Creo que eso es uno de los puntos más interesantes de The Clay That Woke: plantea una forma de comportamiento conflictiva, condenada a romperse eventualmente. Es una invitación a los jugadores para que experimenten el dolor de la opresión y la injusticia, y que construyan una gran bola de nieve hasta que los protagonistas exploten.

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